miércoles, junio 13, 2007

Ontología y evaluación de teorías de conceptos en ciencia cognitiva**

Guido Vallejos
Centro de Estudios Cognitivos
Departamento de Filosofía
Facultad de Filosofía y Humanidades
Universidad de Chile


Los conceptos desempeñan un rol central en los procesos cognitivos que subyacen a la conducta inteligente. La centralidad que los conceptos tienen en la vida mental está muy bien expresada en la frase con la que Gregory Murphy comienza su libro The big book of concepts —una excelente revisión de los hallazgos que sobre el tema ha hecho la psicología cognitiva experimental en los últimos veinte años:

“Los conceptos son el pegamento que sostiene nuestro mundo mental. Cuando entramos a una habitación, probamos un nuevo restaurant, vamos al supermercado a comprar provisiones, visitamos al médico o leemos un relato, debemos apoyarnos en nuestros conceptos del mundo para que nos ayuden a comprender lo que está sucediendo.”(2002:1)


La descripción de Murphy rescata la intuición que casi todos tenemos acerca de la importancia que revisten los conceptos para explicar nuestros comportamientos inteligentes. Lo que parece obvio en este nivel intuitivo, se transforma en materia de interesantes debates al interior de la ciencia cognitiva a la hora de formular teorías que especifiquen de manera clara y fundada en la evidencia el rol de ‘pegamento’ —para utilizar la expresión de Murphy— que desempeñan los conceptos en nuestra vida mental. Junto con ello, las teorías de conceptos apelan de forma explícita o implícita a cuestiones relativas a la naturaleza de los conceptos; cuestiones que van más allá de lo podría estar sustentado por la evidencia experimental. Las numerosas teorías que actualmente están en oferta en el campo [1] pueden organizarse por los distintos grados de énfasis que otorgan, por un lado, a la calidad de la evidencia experimental que las sustenta y, por otro, a la plausibilidad de los argumentos trascendentales tendientes a mostrar que tal o cual propiedad abstracta es (o no es) esencial a los conceptos. Así, las teorías de conceptos en ciencia cognitiva podrían clasificarse, al menos para los propósitos de lo que quiero exponer aquí, en tres grupos:

(i) aquellas que basan fuertemente la teorización acerca de los conceptos en el respaldo evidencial obtenido mediante la aplicación de procedimientos confiables (Murphy 2002)[2] y que conforman el grupo más numeroso;
(ii) aquellas que, pese a ser declaradamente aproximaciones filosóficas a los conceptos por su carácter programático, se apoyan en una interpretación de algunos hallazgos experimentales considerados significativos, en virtud de la satisfacción de un algún criterio no muy claramente especificado, y son, en virtud de ello,
sugerencias para articular teorías empíricas (Prinz 2003; Clark y Prinz 2004);
(iii) por último, hay un pequeño número de propuestas teóricas que abordan problemas netamente filosóficos acerca de la naturaleza de los conceptos (por ejmeplo, Fodor 1998 y Peacocke 1992) y que, supuestamente, sugerirían cuáles son los fundamentos sobre los que podrían erigirse las teorías empíricas señaladas en (i) o las mixtas o programáticas señaladas en (ii).

Las teorías agrupadas bajo (i) disputan su lugar de hegemonía en el campo a haciendo uso de los procedimientos usuales de evaluación de teorías. La relación de dependencia entre las formulaciones teóricas y los hallazgos experimentales desempeñan un rol crucial. Son estos últimos los que en última instancia determinan cambios en las formulaciones teóricas. Los datos experimentales, si es que son confiables, y dado el mínimo de presuposiciones teóricas, pueden ser considerados como evidencia suficiente, aunque provisional, para mantener ciertas generalizaciones o reformularlas. Las reformulaciones de las generalizaciones no son radicales, sino más bien agregan factores causales, o los desagregan según lo dicte la evidencia. Dado su marcado carácter experimental dichas teorías no prestan mayor atención a factores causales más abstractos ya que es difícil respaldarlos por evidencia experimental. Adicionalmente, se considera que las cuestiones relativas a la naturaleza de los conceptos solamente pueden ser abordables sobre bases experimentales. Si son más abstractas o si contienen presuposiciones no susceptibles de ser respaldadas por evidencia que surja de dichas bases se consideran más bien como objeto de discusión filosófica. El rotulo ‘discusión filosófica” bien puede ser interpretado en este caso como conducente a cofusiones por su ausencia de respaldo experimental.

Las teorías que se agrupan bajo (ii) hacen depender las afirmaciones sobre la naturaleza de los conceptos sobre los que podrían llamarse hechos salientes de la cognición. Algo es considerado como un hecho saliente de la cognición cuando está respaldado por uno o más hallazgos experimentales que han tenido un alto impacto en las diversas áreas de investigación de la ciencia cognitiva —entre otras, la neurociencia cognitiva, la vida artificial, la cognición situada, la cognición corporalizada, la cognición distribuida. Así concebidos, los hechos salientes de la cognición determinarían cuál es la naturaleza de los conceptos, excluyendo de este modo cualquier hecho o reflexión emanada de hechos no salientes u obvios, como lo son, por ejemplo las explicaciones de psicología popular o las arquitecturas que de algún modo son compatibles con dichas explicaciones mentalistas.

Articular un esbozo de teoría o un programa de investigación sobre la base de los hechos salientes de la cognición tiene dos dimensiones. Por una parte, es una estrategia intelectual para teorizar sobre la cognición desde una perspectiva distinta a la cognitivista y mentalista tradicional. Por otra parte, apela a buscar factores causales de la conducta inteligente que serían más complejos que los postulados por la concepción hegemónica.

Las teorías del grupo (iii) están más cercanas a la reflexión clásica en filosofía de la mente con un fuerte énfasis en cuestiones ontológicas. Pese a que tienen en cuenta las teorías de conceptos respaldadas en la evidencia experimental, dicha evidencia no es crucial cuando se construyen argumentos relativos a la naturaleza de los conceptos. Lo que dichas teorías buscan es individuar aquellas propiedades que son esenciales a los conceptos. Las condiciones de individuación de esas propiedades pueden justificarse a través de argumentos trascendentales. Los enunciados que constituyen esos argumentos se refieren a un ámbito que está más allá de la evidencia experimental. Si alguna de las premisas de dichos argumentos se funda en algún tipo de evidencia experimental, se considera que no es suficiente para desprender una conclusión de carácter ontológico. La evidencia experimental está directamente relacionada con procedimientos que permiten un acceso epistémico confiable a una determinada propiedad. Fundar la individuación de una propiedad en sus mecanismos de acceso epistémico no conduce a una individuación inequívoca, ya que hay y puede haber un gran número de procedimientos distintos para acceder epistémicamente a esa misma propiedad. Esto requiere que previamente se establezca fundadamente cuál de todos los mecanismos posibles resulta ser relevante a la individuación de esa propiedad. De acuerdo a este tipo de teoría, todo indica que no hay un criterio que permita determinar cuál es ese mecanismo, ni tampoco para determinar cuál sería el conjunto de todos los mecanismos que no son relevantes para la individuación de esa propiedad. Por lo tanto, lo más sensato es prescindir de la apelación a tales procedimientos para indiividuar la propiedad en cuestión y basarse en argumentos trascendentales que eviten que la verdad de las premisas dependa de la acción de dispositivos epistémicos.

La exclusión de los mecanismos epistémicos de una perspectiva ontológica no es universalmente compartida por los filósofos de la mente que suscriben teorías de tipo (iii), especialmente si esos filósofos tienen una inclinación a vindicar la epistemología, entendida como una teoría que intenta justificar cómo las creencias, o los conceptos que son parte de ellas, adquieren valor o virtud epistémica. Por ejemplo, Peacocke considera que los conceptos son entidades que residen en un tercer ámbito metafísico, que no es ni la mente ni el mundo fìsico. No obstante, los conceptos son captados (grasped) por agentes --más bien cognoscentes-- que tienen pensamientos (actitudes proposicionales) de las que el concepto que se intenta individuar es una parte. Así, el único modo de acceder a las propiedades esenciales de un concepto con propósitos de individuación es estableciendo sus condiciones de posesión por parte de un agente que tiene actitudes proposicionales, de las que el concepto a individuar es parte.

La propuesta de Peacocke podría funcionar si a cada concepto corresponde un mecanismo de acceso específico --en este caso de captación (grasping)--, de modo tal que ese mecanismo sea relevante a la individuación de las propiedades constitutivas del concepto, de un modo todavìa no especificado. En otras palabras, se requeriría que hubiera una sola relación del sujeto o cognoscente que tiene la actitud, vía un dispositivo epistémico, con el concepto a individuar tal que esa relación fuera constitutiva del concepto. Si hay dos relaciones, R1 y R2 que un individuo tiene con un contenido proposicional, y si el concepto C es parte de ese contenido, se hace necesario disponer al menos de un criterio para establecer cuál de las dos relaciones es relevante para la individuación de C. Si no es posible encontrar ese criterio, puede concluirse que C no es uno sino dos conceptos, C1 y C2. Así expuesto, esto no resultará problemático para un neofregeano puesto que los conceptos se individuan primariamente por su sentido. Apesar de lo que he señalado, Peacocke, en la medida en que intenta individuar las propiedades constitutivas de los conceptos sin apelar a la evidencia que respalda las teorías empíricas cae, aunque no con tanta holgura, dentro de las teorías del tipo (iii).

Tanto las teorías agrupadas en (i) como en (ii) marginan la reflexión ontológica de carácter más convencional del ámbito de discusión por considerarla escasamente relevante. La principal razón para ello es que gran parte de la evidencia que dichas teorías esgrimen para sustentar sus afirmaciones tiene un carácter a priori y no se obtiene de procedimientos experimentales confiables. Por ello, cuando las teorías agrupadas bajo (iii) son objeto de una evaluación por parte de cientistas cognitvos que sostienen alguna de las teorías adscritas a (i) o (ii) los resultados de dicha evaluación son poco halagüeños. A pesar de que estos cientistas cognitivos podrían estar de acuerdo con gran parte de las conclusiones que los filósofos ontológicamente inclinados extraen respecto de las propiedades constitutivas de los conceptos, opinan que estas visiones ontológicas son impotentes para generar explicaciones empíricamente constrastables. Por su parte, las teorías que se agrupan bajo (iii), pese a que intentan justificar o refutar algunas de las teorías vigentes, el carácter marcadamente a priori de su argumentación impide que sus reflexiones sean un aporte real en el debate que se libra entre los partidarios de las teorías del tipo (i) y (ii).

El debate entre los teóricos de conceptos tiene como objetivo establecer cuál es o cuál podría ser la mejor teoría de conceptos. Para ello no hay parámetros absolutos. Más bien criterios y condiciones diversos cuya satisfacción arroja indicadores que pueden conducir a la conclusión de que una teoría tiene más méritos que otras para ser considerada, al menos provisionalmente, como la mejor.

En este punto me permito una pequeña digresión que considero importante para una adecuada comprensión de lo que intento exponer. El tono que he usado para expresar las consideraciones anteriores puede parecer un poco laxo. Al usar ese tono quiero evitar caer en la extendida tentación de formular un grupo monolítico de condiciones, cuya satisfacción inequívoca por parte de alguna teoría permita asignarle la propiedad de ser la mejor, entendiendo dicha propiedad como una suerte de virtud epistémica. Hasta donde alcanzo a entender la discusión entre cientistas cognitivos, con independencia de la vehemencia y convicción con que se declara que una determinada teoría experimentalmente respaldada es verdadera, la virtud epistémica es más bien una idea que regula el debate en torno a la evaluación de teorías. Lo anterior no implica que haya un conjunto finito y claramente especificado de criterios y condiciones cuya satisfacción conduzca inequívocamente a adscribir a una teoría la propiedad de ser la mejor, entendiendo la propiedad en cuestión como una virtud epistémica. Esta situación sería análoga a la de un filósofo moral que pensara que un conjunto finito de prescripciones garantiza la consecución de la virtud moral mediante la adecuada realización de las acciones del tipo de las que están contenidas en las prescripciones. Si bien hay algo como la virtud epistémica, y si bien podemos propender a ella aun sin poder definir exactamente en qué consiste y, en consecuencia, establecer qué permitiría su logro , no hay un conjunto finito y delimitado de prescripciones cuya satisfacción sea suficiente o conduzca inequívocamente a adscribir dicha propiedad a una determinada teoría. No obstante, examinar el debate en torno a la evaluación de teorías y el modo como éste se articula permite constatar que dicho debate está presidido por una búsqueda fundada de la mejor teoría. Esta búsqueda es incesante y exige la revisión continua no solamente de los criterios utilizados para evaluar teorías, sino que también motiva la revisión y reformulación de las teorías que se someten a evaluación, de su evidencia y de los procedimientos utilizados para recolectar esa evidencia.


Dada la cantidad y diversidad de teorías de conceptos que actualmente se proponen en ciencia cognitiva, el debate entre los que sostienen dichas teorías está orientado a mostrar, sobre la base de un complejo entramado de razones, qué teoría es o podría ser la mejor. Dichas razones se articulan sobre bases diversas. En parte se desprenden de la aplicación de los criterios tradicionales de parsimonia, realidad psicológica y poder explicativo. Pueden incluir también criterios de adecuación entre la evidencia --en tanto distinta de los meros datos--, las características del procedimiento para obtener evidencia, y la naturaleza de las propiedades y relaciones causales entre dichas propiedades que la hipótesis significa. Una estrategia más reciente, y que exhibe una creciente popularidad en el campo, es evaluar teorías de acuerdo a si satisfacen o no un número de desiderata. Estos intentan expresar aquellas cuestiones problemáticas que explícita o implícitamente las investigaciones en el campo consideran que una teoría de los conceptos debiera explicar, si es que dicha teoría quisiera aspirar a ser la mejor.


Las modalidades de evaluación de teorías que se enumeraron en el párrafo anterior no incluyen los argumentos ontológicos. En el ámbito de los conceptos, estos argumentos son la antesala para que la formulación de las condiciones de individuación de las propiedades constitutivas de los conceptos esté bien fundada. Generalmente, las teorías de los tipos (i) y (ii) tienden a ignorar esta modalidad de argumentación. No obstante, los partidarios de dichos tipos de teorías hacen afirmaciones sustantivas sobre las propiedades constitutivas de los conceptos, arguyemdo que esas afirmaciones o bien están fundadas en la evidencia experimental o bien pueden inferirse de los hechos salientes de la cognición. En ambos casos la evidencia no parece ser concluyente para sostener tales afirmaciones sustantivas . Dicho de otra forma, es difícil que las propiedades constitutivas de un concepto puedan garantizarse sobre estos tipos de evidencia, cuando ni siquiera podemos, sobre bases evidenciales similares garantizar qué es lo constitutivo del dominio de lo mental. Dentro de este contexto, y teniendo presente que la revisión de teorías es una consecuencia importante del debate evaluativo que llevan a cabo los cientistas cognitivos, los argumentos ontológicos debieran tener un lugar como un componente más que permita juzgar qué teoría podría ser considerada como la mejor.

Puede argüirse que las razones de índole ontológica debieran excluirse del debate sobre cuál es la mejor teoría de conceptos, ya que tienen un fundamento evidencial radicalmente diferente de aquellas, usualmente de carácter epistémico y metodológico, que usualmente se esgrimen en este tipo de discusiones. Sin embargo, esta no parece ser una buena justificación para negar el rol de la ontología en la evaluación de teorías. De hecho, un grupo significativo de los teóricos alternativos contemporáneos en ciencia cognitiva, cuyas propuestas gozan actualmente de enorme popularidad, apelan a la experiencia fenomenológica o corporalizada (Clark 1997 y Varela et al. 1991) como un punto de partida para teorizar sobre la cognición. Los teóricos alternativos pretenden naturalizar la noción metafísica de experiencia, con el objeto de que se constituya en el punto de partida fáctico sobre el cual debiera fundarse la investigación de la cognición. Aunque considero que la estrategia y no el contenido de la propuesta de los téoricos alternativos es en parte válida, no discutiré por ahora el problema de si la experiencia fenomenológica es, o pueda ser, un hecho sobre el cual pueda fundarse una ciencia de la mente. Baste decir, por el momento, que los teóricos alternativos usan la noción metafísica en cuestión de manera tal que si un número significativo de hechos salientes de la cognición coinciden con una o más de las muchas interpretaciones que pueden darse a dicha noción, entonces ésta puede tomarse como un patrón de inferencia para generar hipótesis en los diversos ámbitos más específicos de la cognición.

En otro ámbito de consideraciones, los teóricos alternativos estiman que la noción de experiencia fenomenológica solamente tiene valor para la ciencia cognitiva si algunos rasgos de la misma pueden hacerse inteligibles por su compatibilidad con ciertos hechos salientes de la cognición. Al parecer, algunos de estos teóricos --como Clark 1997, por ejemplo-- estiman que la la noción metafísica en cuestión al mismo tiempo que es experimentalmente validada por los hechos salientes de la cognición es, en virtud de esta validación, una concepción que da cuenta de las propiedades constitutivas de la cognición.

Si se la considera como una estrategia general de argumentación, lo que proponen los teóricos alternativos consiste en proporcionar alguna manera de validar experimentalmente o, si se quiere, naturalizar, una noción metafísica y, sobre esta base, concluir que dicha noción es --o que hay buenas razones para pensar que dicha noción sea-- constitutiva de la cognición. Lo que propongo es separar o distinguir los ámbitos que los teóricos alternativos --y, para estos efectos, cualquiera que utilice una estrategia de naturalización como la descrita-- afirman que están indisolublemente ligados. En otras palabras, el carácter indisoluble del nexo entre esos dos ámbitos no es, en el mejor de los casos, tan obvio como lo presentan los téoricos alternativos. Por una parte, la validación experimental que ellos hacen de la experiencia corporalizada, considerada como noción metafísica, no parece ser suficiente para mostrar que ésta sea constitutiva de la cognición y, por otra, no es obvio que los hallazgos experimentales que ellos describen sean realizaciones empíricas de dicha noción.

En consecuencia, y a pesar del entusiasmo con que los teóricos alternativos publicitan las coincidencias entre la experiencia corporalizada y los hechos salientes de la cognición, la sensatez, al menos por ahora, sugiere preservar las distinciones entre lo que es posible afirmar sobre bases experimentales y lo que es posible afirmar sobre bases trascendentales. Sin embargo, la estrategia de los téoricos alternativos tiene la virtud de enfatizar un aspecto generalmente soslayado por los teóricos del grupo (iii), a saber: que hay un nexo entre las afirmaciones experimentalmente basadas y las afirmaciones ontológicas. El hecho de que ese nexo no sea tan fuerte como parecen afirmar los teóricos alternativos sugiere que es mejor preservar las distinciones entre ontología y teorías experimentalmente basadas; pero, al mismo tiempo, su contraste permite estimar hasta qué grado son plausibles las afirmaciones que, sobre bases evidenciales diferentes, se sostienen en uno y otro ámbito. El tipo de consideraciones que autorizaría este nexo débil entre entre ontología y teorías experimentalmente basadas parece tener escasa relevancia teórica. Lo más seguro es que no la tenga. Sin embargo, en la medida en que promueve la revisión de teorías --y, en este caso, la revisión de concepciones ontológicas-- tiene, hasta donde puedo ver, una relevancia pragmática.


NOTAS

[1] Para un panorama global a partir de los textos más significativos, veáse la compilación de Margolis y Laurence 1999. Una visión general y evaluación de los tipos de teoría en oferta puede encontrarse en Prinz 2003 Caps 1-4. Para una exposición de los hallazgos en psicología cognitiva experimental, véase Murphy 2002.
[2] Las referencias se restringen solamente a los textos que considero ejemplares de cada una de las posiciones que estoy caracterizando.

REFERENCIAS

Clark, A. 1997. Being there: Putting the brain, body and mind together again. Cambridge, MA: MIT Press.

Clark, A. y J.J. Prinz. 2004. Putting concepts to work: Some thoughts for the twentyfirst century. Mind and Language, 19:, 1: 57-69.

Fodor, J.A. 1998. Concepts: Where cognitive science went wrong. Oxford: Oxford University Press.

Margolis, E. y S. Laurence (eds.). 1999. Concepts: Core Readings. Cambridge, MA: MIT Press.

Murphy, G. 2002. The big book of concepts. Cambridge, MA: MIT Press.

Peacocke, C. 1992. A study of concepts. Cambridge, MA: MIT Press.

Prinz, J. J. 2002. Furnishing the mind: Concepts and their perceptual basis. Cambridge, MA: MIT Press.

Varela. F., E. Thompson y E. Rosch. 1991. The embodied mind: Cognitive science and human experience. Cambridge, MA: MIT Press.